Atilano es un anciano de 75 años que sobrevive conectado a una máquina. No os cofundáis, no es una de esas máquinas aparatosas de hospital que respiran por los moribundos. La máquina a la que está conectado Atilano en vez de tener tubos y jeringas, está llena de botones, luces parpadeantes, frutas y cofres. Esta máquina no se limita a emitir un cadencioso pitido representando el débil pulso del viejo, los sonidos que expulsa son extraños ruidos, músicas de verbena y cada cierto tiempo una voz masculina diciendo: “Avances, 1, 2…”. Atilano es adicto a las máquinas tragaperras.
Siempre he pensado que la diferencia entre un jugador de profesional y un ludópata está en la suerte que tiene. Pero si te pasas el día jugando contra una máquina con un determinado porcentaje de premios, ella acabará ganando y tú perdiendo. Esto no parece importarle demasiado a Atilano que siempre vuelve a jugar. Es cliente fijo, aunque sólo pide un refresco de naranja que deja en una banqueta junto a la máquina, el refresco le dura toda la mañana. Jamás ha dejado una propina, para él una moneda de 20 céntimos es mucho más que eso, es una oportunidad más. La gente le crítica desde la barra por fundirse su congelada pensión y sus ahorros en una “tonta maquinita”, pero cada uno tienen lo suyo. Alcohol, el trabajo, la televisión, la familia, ir a misa… Atilano tiene el derecho de gastar su vida como quiera, y sobre todo estando solo y a esa edad.