El mundo escudriñado detrás de una barra.

Al otro lado

Cuando era pequeño quería ser un astronauta, bueno, he hecho a más de uno ver las estrellas pero no a través de un trasbordador espacial y he conocido seres que bien podrían venir de un planeta lejano, o al menos eso es lo que desearían ellos.

Recuerdo esto, mientras paso la fregona por el local y borro todas sus huellas, para que todo vuelva a estar igual a como empezó, mi particular big bang.


Muchas de estas personas ya estarán durmiendo plácidamente y no recordaran nada de lo que han hecho hoy, por mi parte, mi misión es la de ser la gran conciencia que atestigüe su paso por este mundo.

No pretendo ser dios, no soy mejor que ellos, juntos formamos un gran club de perdedores condenados al olvido, sin embargo, paro un momento y miro las noticias en la tele y me doy cuenta de que el mundo ahí fuera no es un lugar mucho mejor, lo que pasa aquí no es más que una reproducción a pequeña escala del mundo exterior, algo en mi interior me dice que se puede encontrar la cura dentro de la enfermedad, estas vidas anónimas son el verdadero reflejo de nuestra sociedad, y no la gente que aparecerá en los libros de historia.

Tratare de ordenar el cosmos desde detrás de la barra.

viernes, 28 de enero de 2011

Atilano

Atilano es un anciano de 75 años que sobrevive conectado a una máquina. No os cofundáis, no es una de esas máquinas aparatosas de hospital que respiran por los moribundos. La máquina a la que está conectado Atilano en vez de tener tubos y jeringas, está llena de botones, luces parpadeantes, frutas y cofres. Esta máquina no se limita a emitir un cadencioso pitido representando el débil pulso del viejo, los sonidos que expulsa son extraños ruidos, músicas de verbena y cada cierto tiempo una voz masculina diciendo: “Avances, 1, 2…”.  Atilano es adicto a las máquinas tragaperras. 
Siempre he pensado que la diferencia entre un jugador de profesional y un ludópata está en la suerte que tiene. Pero si te pasas el día jugando contra una máquina con un determinado porcentaje de premios, ella acabará ganando y tú perdiendo. Esto no parece importarle demasiado a Atilano que siempre vuelve a jugar. Es cliente fijo, aunque sólo pide un refresco de naranja que deja en una banqueta junto a la máquina, el refresco le dura toda la mañana. Jamás ha dejado una propina, para él una moneda de 20 céntimos es mucho más que eso, es una oportunidad más. La gente le crítica desde la barra por fundirse su congelada pensión y sus ahorros en una “tonta maquinita”, pero cada uno tienen lo suyo. Alcohol, el trabajo, la televisión, la familia, ir a misa… Atilano tiene el derecho de gastar su vida como quiera, y sobre todo estando solo y a esa edad.  

   

domingo, 23 de enero de 2011

Danylo

Danylo es un violinista ucranio. Hace diez años, Danylo cambió el conservatorio de Kiev por las aceras de Madrid. El lugar elegido para hacer sonar su violín es la puerta del bar, al principio tocaba piezas clásicas, pero poco a poco su repertorio se ha llenado de bandas sonoras horteras y lacrimógenas tonadillas que consiguen ablandar los monederos de las jubiladas del barrio. Su “escenario” no es ni de lejos el mejor de la ciudad para hacer negocio, pero es un rincón donde puede tocar tranquilo, ya que las mafias rumanas le echaron del centro de Madrid. Los capos eligen quienes tocan en cada esquina y si algún músico decide tocarles los cojones, ellos deciden tocarles la cara.
Hasta ahora ha podido tocar cada día, pero el Ayuntamiento de Madrid prepara una nueva ordenanza para controlar el “ruido causado por los músicos” y Danylo no tiene nada claro si podrá seguir trabajando. Cuando entra a tomarse un café para calentar sus dedos a primera hora de la mañana,  Danylo siempre me dice lo mismo: “A este paso tengo que vender el violín y ponerme a servir cañas contigo.” La verdad no me extrañaría nada, hace diez años era un gran violinista y ahora no es más que un “rascatripas”.